El sacerdote de una pequeña iglesia hacia su recorrido habitual antes de cerrar, cuando encontró a alguien orando junto al altar y decidió quedarse a esperar.
En ese momento, se abrió la puerta y vio a un hombre acercándose por el pasillo. Estaba sin afeitarse, vestía una camisa rasgada, tenía el abrigo gastado y un aspecto muy desagradable.
El hombre se arrodilló, inclinó su cabeza, luego se levantó y se fue.
Durante los días siguientes, el mismo hombre, a la hora de siempre, entraba en la Iglesia con una maleta, se arrodillaba y luego volvía a salir.
El sacerdote, comenzó a sospechar, ya que la actitud de este hombre se veía bastante anormal.
Cierto día, lo esperó a la salida de la iglesia y cuando el hombre se disponía a salir le preguntó: – Perdón, ¿qué hace usted aquí?»
El hombre, dijo que trabajaba en una fábrica camino de la iglesia, que tenía media hora libre para comer y que aprovechaba ese momento para orar. «Sólo me quedo unos instantes, porque la fábrica queda un poco lejos, así que solo me arrodillo y digo: – «Señor, solo vine para contarte cuan feliz me haces cuando me liberas de pecados… no sé orar muy bien, pero pienso en ti todos los días…” “Jesús, este es Juan reportándose».
El sacerdote, sintiéndose avergonzado, le dijo a Juan que era bienvenido a la Iglesia, que viniera cuando quisiera.
El sacerdote se arrodilló ante el altar, sintió que Juan le había dado una gran lección de vida. Mientras sus lágrimas corrían por sus mejillas, en su corazón repetía la plegaria de Juan:
«Señor, vine para decirte, cuan feliz fui desde que te encontré a través de mis semejantes y liberaste mis pecados… No sé muy bien cómo orar, pero pienso en ti todos los días… así que Jesús, soy yo reportándome».
Cierto día, el sacerdote notó que su amigo Juan, no había venido. Los días pasaron sin que Juan volviese a orar. Comenzó a preocuparse. Un día, fue a la fábrica, allí le dijeron que Juan estaba enfermo, por lo que debieron internarlo.
En el sanatorio, Juan sonreía todo el tiempo y su alegría contagiaba a todos. Las enfermeras no podían entender por qué Juan estaba tan feliz, ya que nunca había recibido ni flores, ni tarjetas, ni visitas.
El sacerdote se acercó a Juan junto y la enfermera que le cuidaba le dijo: – «Ningún amigo ha venido a visitarlo, él no tiene a quien acudir».
Juan dijo con una sonrisa: – Señorita, está usted equivocada… todos los días, desde que llegue aquí, al mediodía, un querido amigo viene, se sienta a mi lado, me toma las manos, se inclina sobre mí y me dice:
“Juan, vine para decirte, cuan feliz soy desde que encontré tu amistad. Siempre me gustó oír tus plegarias, pienso en ti cada día… Juan, este es Jesús reportándose”
No debemos perder la oportunidad cada día de decirle a Jesús: – Aquí estoy, reportándome…
“Aunque creas que estás solo, desanimado, deprimido, sin familia, ni amigos, cierra tus ojos y sentirás la presencia de Dios, solo debes pedirle que entre en tu vida y jamás te sentirás solo”