Hace mucho tiempo, en un pueblecito allá en las montañas, iniciaron los preparativos para la Navidad y como era costumbre, los miembros de la familia se pusieron, escoba en mano, a limpiar y limpiar hasta dejarlo todo reluciente para cuando llegaran las esperadas fiestas Navideñas.
En una de las casas habitaba una araña que tenia instalado su nido en las vigas del comedor. Viendo temerosa que la escoba se acercaba peligrosamente donde estaban sus pequeñas hijas, las llamo a todas y se las llevo un poco más arriba, donde había un pequeño hueco entre ladrillos y que casi no era visible.
“Allí estuvieron escondidas varios días, hasta que una noche vieron algo asombroso, en el comedor había brotado un árbol centelleantes de luces, desde la raíz a las puntas de toda clase de cosas brillantes y deliciosas.”
Las pequeñas arañas estaban muy impacientes y solo querían ir hacia el árbol, pero la mama araña no les dejó acercarse a él, hasta que en la casa solo se oyó el silencio.
Entonces las arañitas se deslizaron por sus hilos y bajando hasta el árbol para ver de cerca todas aquellas maravillas. Se pasearon arriba y abajo mirándolo todo, tocando los adornos con sus patas y dando tantas vueltas que, al final, todo el árbol quedó envuelto en una gran masa de telarañas y había perdido todo su esplendor.
«Justo aquella noche era la noche en que Santa Claus llegaba a las casas para dejar sus regalos”. Se rió mucho viendo lo felices que eran las arañas, pero también sabía que los niños se pondrían tristes cuando vieran su árbol tan sucio y gris.
Así que les preguntó si querían quedarse en el árbol para siempre. Algunas dijeron que sí y otras decidieron volver a su nido. Santa Claus sopló sobre el árbol y, las que quisieron quedarse, se convirtieron en arañitas doradas y sus hilos en bonitas y brillantes guirnaldas que colgaban de las ramas del árbol, haciendo que éste fuera aún más bonito.
Y esa es la razón por la que muchas personas ponen adornos y guirnaldas doradas en los árboles de Navidad.